Por la doctora Patricia Alcalá Ventura, Geriatra
Hace unos días, conversaba con una colega geriatra sobre un caso que, al final, nos impactó profundamente. Este involucraba a una tercera persona (una amiga de larga data), quien me contactó para pedirme que valorara a un adulto mayor en situación de cuidado.
Como me encuentro temporalmente fuera del país, le solicité a una especialista de confianza que realizara la evaluación. Durante la valoración efectuada por mi compañera, se encontró con una realidad profundamente triste: un paciente en avanzado estado de fragilidad, con signos evidentes de abandono, úlceras por presión, desnutrición, sarcopenia y una ausencia casi absoluta de acompañamiento familiar. Todos estos hallazgos reflejan un claro caso de maltrato, que estoy convencida fue por omisión.
Aclaro que mi amiga no tenía relación directa con el paciente; simplemente fue una de las partes que, junto a la colega geriatra, el paciente, su familia y yo, conformamos una especie de pentágono que dio origen a esta reflexión, con la que no busco emitir juicios, sino más bien generar conciencia sobre una realidad inherente a nuestra sociedad.
En ese momento, me encuentro a miles de kilómetros de mi querida isla, la República Dominicana. Estoy en un país con un modelo sanitario muy distinto al nuestro, donde el abordaje del adulto mayor trasciende lo clínico y se contempla de forma integral (físico, psíquico, social).
Una de las primeras definiciones que aprendí desde el inicio de mi carrera, y que aún hoy da sentido a mi práctica médica, es: “La geriatría es la rama de la medicina dedicada al cuidado de los adultos mayores. Abarca aspectos preventivos, terapéuticos, rehabilitatorios y paliativos, integrando también los aspectos sociales y familiares. Proporciona herramientas para la atención del adulto mayor enfermo en etapas agudas, subagudas y crónicas” (1).
Volver a este enfoque me permitió mirar con otros ojos la cruda realidad que enfrentamos a diario en nuestro país y me llevó a resaltar la situación
del paciente en cuestión, así como la de muchos adultos mayores en la misma situación.
Este paciente, como tantos otros en nuestro país y en el mundo, se enfrentaba a la soledad, el abandono y la desconexión social. No solo se exponía a lo antes escrito sino también al acceso limitado a servicios de salud, a la falta o interrupción de medicación, a la administración inadecuada de las pautas terapéuticas y a múltiples limitaciones físicas. Además, estaba rodeado de barreras arquitectónicas, con necesidades básicas insatisfechas y escaso contacto con su familia —tanto en lo físico como en lo emocional—. Y, como si todo eso no fuera suficiente, se sumaba una historia personal probablemente compleja, la cual desconozco, pero por lo narrado al momento de la historia clínica “supongo” que fue muy compleja, pero insisto, no busco juzgar, pero es importante resaltar la existencia de un pasado complejo para poder entender este texto.
Este adulto mayor era uno más de los muchos rostros invisibles del envejecimiento: silenciado por la soledad y la desconexión afectiva, en una sociedad que, con demasiada frecuencia, se olvida a sus mayores.
En esta reflexión surgieron dudas. Después de conocer el estado del paciente (que tiene un nombre, un rostro, una historia) y, conversando con mi colega —quizás pensando desde el juicio (soy humana antes que geriatra)—, nos surgieron preguntas muy incómodas, muy humanas, y que consideramos necesarias hacer para intentar comprender la situación de muchos adultos mayores en la República Dominicana y, de seguro, en otros países del mundo.
Es fácil hablar de los casos de otros países, pero hablaré desde el contexto que mejor conozco (mi país). Tal vez este caso me marcó especialmente, aunque podría hacer un diario con todos los que, a lo largo de mi formación y mi ejercicio profesional, me han tocado profundamente. Incluso hoy, desde otro sistema sanitario, sigo haciéndome preguntas como estas:
• ¿Quién fue esta persona en su juventud?
• ¿Fue un buen padre?
• ¿Lastimó a quienes lo rodeaban?
• ¿Por qué está tan solo?
• ¿Sus hechos construyeron el camino hacia el trato que recibe hoy? • ¿Es justo que sus actos del pasado, si los hubo, determinen cómo se le trata ahora?
• ¿Los errores cometidos justifican el abandono?
Y aunque son más preguntas que respuestas, al final, a pesar de todo lo que este paciente —o cualquier otro— pueda haber hecho, le escribí a mi colega lo siguiente:
“No importa quién haya sido, ni siquiera lo que haya hecho; merece morir con dignidad.”
Envejecer no nos quita la dignidad, y el juicio moral no puede ser la base para tomar decisiones en salud y cuidado, aunque tenga un gran peso social.
Después de esta conversación, me dediqué a profundizar en la bioética y el envejecimiento, buscando respuestas a las dudas que me surgieron. Por ejemplo, encontré una idea que para mí resume bien este principio:
"La dignidad no se gana ni se pierde; se reconoce. Es intrínseca al ser humano."
La Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, adoptada en París en 2005, subraya que la dignidad humana es un valor inherente e inviolable (2). Esto me hace reflexionar en que no puede condicionarse a cómo alguien vivió su vida, cuántos errores cometió o cuántas heridas causó. En la vejez, cuando la memoria a veces falla, cuando el cuerpo se vuelve frágil y la autonomía se reduce, es precisamente cuando más debemos aferrarnos a ese principio ético fundamental.
Desde la bioética, los principios de justicia, beneficencia y no maleficencia no pueden aplicarse con parcialidad. El juicio personal sobre el carácter pasado de una persona no debe guiar las decisiones clínicas, y mucho
menos justificar omisiones en su cuidado. ¿Quiénes somos para decidir quién merece o no ser cuidado? ¿Y bajo qué criterios se toma la decisión de no cuidar?
El cuidado no exime el dolor del pasado, pero puede transformar la forma en que lo enfrentamos. A veces, cuidar es también perdonar. O al menos, elegir no vengarse. Porque permitir que alguien muera en abandono, en condiciones indignas, es una forma de castigo que desde ningún punto de vista se puede justificar.
Claro, recuerdo que esta reflexión no pretende juzgar a nadie; solo busco que hagamos un examen de conciencia y que nos preguntemos si eso es lo que queremos para nosotros, pensando desde una mirada empática y compasiva.
No puedo concluir este texto sin recordar uno de los tantos problemas que tiene nuestra población de adultos mayores y que es competencia de un estado y es la protección de sus adultos mayores sobre todo de aquellos que están en condición de dependencia y en situación de vulnerabilidad, facilitar a cuidadores asistencia, mejorar los sistemas de atención primaria facilitando el acceso no solo a la medicación sino a la prevención de ulceras, mal nutrición, soledad y situación de abandono. Actualmente en lo relacionado al cuidado y protección de nuestros adultos mayores estamos en pañales.
La situación del cuidado en la vejez en República Dominicana plantea retos que no pueden seguir siendo ignorados. Como geriatra, lo viví de manera cotidiana. Muchos adultos mayores enfrentan el abandono, la fragilidad, las carencias económicas y la invisibilidad social.
La mayoría de las familias no están preparadas para el proceso de envejecimiento de sus miembros y, lamentablemente, no existen suficientes estructuras estatales o comunitarias que acompañen estos procesos con dignidad y justicia.
Las residencias geriátricas significan un coste económico muy alto para una sociedad que no se planifica para envejecer, ni para un Estado que no
aporta las herramientas necesarias para que esto ocurra. Desgraciadamente, las familias Dominicanas tienen que hacerse responsables de los cuidados de sus mayores, porque la figura del cuidador formal no está debidamente reconocida ni mucho menos apoyada de forma gubernamental. Esto implica que, muchas veces, el cuidado recae en un solo miembro de la familia —casi siempre una mujer—, generando una carga emocional, física y financiera inmensa. Y, en otras ocasiones, como es el caso que generó esta reflexión, el cuidado del paciente no recae en nadie. Muchos opinan, pero pocos aportan, generando una situación de maltrato por omisión, como lo es el caso del protagonista de esta historia.
Hoy, más que nunca, estoy convencida de que cuidar no es solo una acción médica: es un acto de humanidad. Y en la vejez, cuando el cuerpo se deshace lentamente, cuando los vínculos se han roto o desgastado, cuando los errores pasados pesan más que los logros, el cuidado se vuelve un gesto revolucionario. Un gesto ético, profundamente ético.
A veces, no se trata de amar al otro, sino de reconocer su derecho a morir sin dolor, sin abandono, sin hambre ni úlceras que perforan la piel y el alma. Se trata de mirar ese cuerpo frágil y NO preguntarnos si lo merece, sino simplemente ofrecer lo que toda vida merece: dignidad, presencia, compasión.
Como ser humano, como profesional de la salud, como Geriatra, como hija que en su momento cuidó, entiendo que el juicio no es el camino. El cuidado sí lo es. Y cuidar, en ocasiones, también es perdonar y perdonarse.
No podemos cambiar el pasado, pero sí podemos elegir cómo acompañamos a alguien en el último tramo de su vida. Y ojalá, cuando nos toque —porque a todos nos tocará—, alguien también elija acompañarnos, aunque no seamos perfectos, aunque no hayamos sido los mejores. Porque envejecer no debe verse como una desgracia: es una oportunidad de ser cuidados, de cerrar heridas, de encontrar un poco de paz. Y eso, en el fondo, es lo que todos merecemos.
Envejecer no debería ser un castigo; no debería verse como malo o como una carga. La dignidad del ser humano no caduca y esto es lo que debemos recordar siempre.
“No soy experta en bioética, solo soy una Amateur de la materia, una joven especialista con la convicción de que la humanidad no debe olvidarse en el ejercicio de la clínica y que todos al final de nuestras vidas debemos morir con Dignidad”
Bibliografía
1. El Residente Revisión - Punto de vista Definición y objetivos de la geriatría Flor María Ávila Fematt
2. www.unesco.org/es: Declaración universal sobre Bioética y Derechos Humanos. Fecha y lugar de adopción:19 de Octubre de 2005, París, Francia
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